Llovía. El viento mordía los árboles con furor y los doblegaba a su paso, como un infame monstruo devorador de almas. Había rabia y miedo en ese viento, una fuerza sobrehumana que no se detenía, que me arrancaba el aliento y me helaba la sangre. Sus ojos estaban clavados en mí, me miraba. Me perdí en el azul cristalino de aquellos ojos, que no paraban de mirarme, una y otra vez. Me temblaban las manos, las piernas, los párpados. Todo se me antojó borroso, puede que porque no quería estar allí, o puede que no me apetecía marcharme. Mil cosas tendrían que estar desfilando por mi mente, aunque solo una me embargaba, me llenaba de sensaciones. Y es que, sus ojos, que no me soltaban ni un segundo me habían enjaulado. Las gotas de lluvia caían por sus mejillas, lentas pero incesantes, sus labrios se abrieron de repente, en medio del caos helado y mortecino. Su voz, lejos de ser aterciopelada, era como un corte profundo, un corte desprevenido, doloroso. "Ven conmigo", me dijo. Alargó la mano, y yo le di la mía. Entrelazamos los dedos. Los suyos, a pesar de la gélida tempestad, eran calurosos. Los míos, muy al contrario, parecían hechos de escarcha a punto de quebrarse.
Llegamos a su casa, un inmenso edificio solitario, que parecía lleno de recuerdos inolvidables, recuerdos que ya nunca más sabrá nadie. Al entrar, la puerta se cerró con un fuerte golpe. No había luz, estábamos sumidos en una oscuridad incorpórea. Sin soltarme la mano, me condujo en silencio hasta una habitación, que supuse que era la suya. En ese momento, me pareció que el mundo se detenía, en ese momento mágico en que sus manos rozaron mi piel. Me apretó contra su pecho, y oía la fuerte ventisca que acechaba fuera. Con el sonido de un trueno, acercó su rostro al mío. Noté su aliento en mi mejilla, tan frío y a la vez cercano, las gotas de lluvia que había en sus labios rozaron mi frente. No me importaba lo que sucedería, ni siquiera pensaba ya en lo que existía fuera de esas paredes. Sonó otro trueno, y me besó. Luego, me besó otra vez, y otra, hasta que el sol decidió salir.
Llegamos a su casa, un inmenso edificio solitario, que parecía lleno de recuerdos inolvidables, recuerdos que ya nunca más sabrá nadie. Al entrar, la puerta se cerró con un fuerte golpe. No había luz, estábamos sumidos en una oscuridad incorpórea. Sin soltarme la mano, me condujo en silencio hasta una habitación, que supuse que era la suya. En ese momento, me pareció que el mundo se detenía, en ese momento mágico en que sus manos rozaron mi piel. Me apretó contra su pecho, y oía la fuerte ventisca que acechaba fuera. Con el sonido de un trueno, acercó su rostro al mío. Noté su aliento en mi mejilla, tan frío y a la vez cercano, las gotas de lluvia que había en sus labios rozaron mi frente. No me importaba lo que sucedería, ni siquiera pensaba ya en lo que existía fuera de esas paredes. Sonó otro trueno, y me besó. Luego, me besó otra vez, y otra, hasta que el sol decidió salir.